Puerto Rico tiene decenas de “seis”. Esta expresión musical de antigua data en el ámbito campesino suele acompañarse de la décima, cosa seria en un país de prodigios en la improvisación en verso medido. La décima casi siempre se acompaña del seis que lleva su nombre, pero la improvisación con los festivos seis de andino y seis bayamón, así como la que parte del melifluo seis celinés, producen una alquimia desconcertante.
La primera vez que escuché una “controversia” o duelo de decimeros, fue en 1987, cuando dos maestros se afanaron en destruirse en el salón de actos del Colegio La Merced a ritmo de un seis chorreao con sintetizador. La segunda controversia que presencié fue en Barranquitas y la recuerdo mucho más memorable. Se batían dos leyendas de aquellos predios: un trovador bien curtido en la materia al que todos rendían pleitesía y otro que no podía cargar más de veinte años. Para sorpresa del público, se impuso el joven, y yo me volví un irremediable adorador del seis y el arte de la décima improvisada.
En su estudio sobre la pervivencia de la décima en Puerto Rico, Carmen Centeno Añeses subraya el proceso de aclimatación de esta forma poética cantada proveniente de la tradición española hasta convertirse en el siglo XX puertorriqueño “en un artefacto poético de resistencia ante el régimen político”. Visto desde el marco del Caribe, esa dimensión contestataria hermana la décima al merengue dominicano y el calipso de Trinidad en sus orígenes.
Antes hablé de alquimia para referirme a la conjunción del seis con la décima. Esta se arma al momento a partir de un “pie forzao”, que es el verso con el que cada décima debe terminar. Es una experiencia única la que se da en el oyente al escuchar la cadencia del seis fundiéndose con la agudeza del trovador que improvisa. El efecto rítmico de la décima cantada se puede entender como una transmutación en la cual quien la escucha se reconoce partícipe de una experiencia poética.
La décima también tiene una sólida tradición en Cuba, Panamá, Venezuela, Colombia y las Islas Canarias. En República Dominicana ha tenido grandes cultores que la usaron principalmente para ejercitar la crítica política, pero no llegó a ser poesía cantada.
Hace poco presencié otra controversia, esta vez en la azotea de Ballajá. La lluvia no daba tregua y los trovadores decidieron improvisar a partir de ese motivo. El acuerdo llegó con facilidad. Desde la tarima, los trovadores tenían ante sí la bahía de San Juan; más allá los cerros. En su fascinación ante la imponente realidad de la naturaleza, los trovadores delimitaban un paisaje de musicalidad y métrica. Una décima en particular quedó zumbando en mi memoria. Viene del ingenio de Víctor Manuel Reyes, quien al cantar señalaba como extasiado el paisaje que lo dirigía a los dominios de la intuición poética:
Mira el mar y la colina
y todo lo que eso trae,
porque la lluvia que cae
va formando una cortina.
Pero qué expresión divina
que regala el Dios que quiero.
Por esa razón me entero
y con rimas me consagro
porque hacen ese milagro
las cosas del aguacero.
¿Cómo no maravillarse ante el resultado de esta alquimia? En el transcurso de un minuto, el trovador ha alzado la vista para fijarse en el horizonte que la lluvia difumina. Sesenta segundos le han bastado para asimilar la majestuosidad de lo que ve y traducir eso a un molde estrófico específico sin menoscabo de la fluidez y el sentido del mensaje. Todo eso se da en la eternidad de un instante con las cosas del aguacero.
Néstor E. Rodríguez es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Toronto. Ha publicado Escrituras de desencuentro en la República Dominicana (Ciudad de México: Siglo XXI, 2005), Crítica para tiempos de poco fervor (Santo Domingo: Banco Central de la República Dominicana, 2009), Interposiciones (Santo Domingo: Zemí, 2019) e Isla escrita: antología de la poesía de Cuba, Puerto Rico y República Dominicana (Madrid: Amargord, 2018).