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El transporte es un factor clave en la crisis climática, aunque con frecuencia se subestima su impacto. Los vehículos de combustión interna generan gases de efecto invernadero que contribuyen directamente al calentamiento global. De hecho, el transporte individual es una de las principales fuentes de emisiones contaminantes según el DRNA (2023).

Sin embargo, su efecto no se limita a las emisiones: también influye en la infraestructura y en la calidad de vida en nuestras ciudades. Uno de los problemas más graves asociados con el transporte individual es la proliferación de superficies impermeables.

Carreteras, estacionamientos y acres contiguos de áreas asfaltadas impiden la absorción del agua y el calor, provocando dos efectos negativos: un aumento de las inundaciones y el fenómeno de isla de calor urbano, es en gran parte por esto que San Juan arde.

Cuando un área natural es pavimentada, el asfalto y el cemento retienen el calor. Frente a este panorama, es urgente repensar el modelo de movilidad en nuestras ciudades. Apostar por un transporte público eficiente no es solo una cuestión de conveniencia, sino una estrategia climática esencial.

Menos autos en las calles significan menos emisiones contaminantes y menos necesidad de construir más carreteras y estacionamientos. Esto permitiría recuperar espacios verdes y mejorar la resiliencia de las ciudades ante el cambio climático.

Como bien dijo Enrique Peñalosa, exalcalde de Bogotá cuando estaban en proceso de planificación del Transmilenio: “El país desarrollado no es aquel donde el pobre tiene coche, sino aquel donde el rico usa el transporte público”.

Según C40 Cities, colectivo global de alcaldes comprometidos con enfrentar la crisis climática, los líderes mundiales deben impulsar una recuperación ecológica y justa que duplique la proporción de viajes en transporte público en las ciudades y facilite una transición equitativa hacia sistemas de movilidad sin emisiones para 2030.

Sin esta transformación, será imposible que los países cumplan el objetivo de reducir a la mitad las emisiones en esta década y limitar el aumento de la temperatura global a 1.5 °C. Un ejemplo destacado es la ciudad de Medellín, que cuenta con un sistema de transporte diverso e integrado, incluyendo trenes, buses, teleféricos y tranvías.

Además, desde 2016 se ha invirtido cerca $480 millones en la creación de corredores verdes para reducir el impacto del cemento y el hormigón, con un mantenimiento anual de 625.000 dólares (Gobierno de Medellín, 2025).

Este proyecto ha logrado disminuir hasta dos grados la temperatura en las zonas intervenidas, mejorando la calidad ambiental en una ciudad altamente urbanizada. Las soluciones existen, pero requieren voluntad política y un cambio en la mentalidad urbana.

Debemos priorizar la inversión en infraestructura de transporte colectivo, reducir el uso del automóvil privado y fomentar alternativas sostenibles como el ciclismo y la movilidad peatonal.

Si seguimos apostando por un modelo de ciudad centrado en el automóvil, las consecuencias serán cada vez más graves: temperaturas más altas, más inundaciones y un entorno urbano menos habitable.

Por Cynthia Burgos

Co-Fundadora, Directora Ejecutiva | La Maraña